Me ocurren con cierta frecuencia dos cosas que me
maravillan. Una es la agudeza mental, con agilidad eléctrica, de ciertas
personas. Apenas ha ocurrido un suceso, al mismo tiempo que éste comienza a
correr por los medios de comunicación, ya hay alguien que le ha dado la vuelta
y ha sido capaz de sacar un chiste o hacer un comentario agudo que le saca chispa.
El otro fenómeno que me admira es el hecho de encontrar escrito, a menudo
admirablemente escrito, algo que llevo algún tiempo pensando y que no acabo de
encontrar la expresión adecuada para plasmar esos pensamientos. Me ha ocurrido
hoy mismo leyendo el primer capítulo del libro de Stefan Zweig, Encuentros con libros. Eso que he
pensado a veces, acabo de darme cuenta que ya estaba escrito. Os copio lo que
había pensado. Está muy bien. Pero, como ya he dicho, tengo que confesar que ya
lo había escrito Stefan Zweig. No os voy a decir lo mismo con mis palabras, os voy
a copiar las suyas:
“En nuestro mundo de hoy, cualquier movimiento intelectual
viene respaldado por un libro; de hecho, esas convenciones que nos elevan por
encima de lo material, a las que llamamos cultura, serían impensables sin su
presencia.
El poder del libro para expandir el alma, para construir el
mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos
desapercibido salvo en raras ocasiones, y cuando cobramos conciencia de su
importancia, tampoco lo manifestamos. Hace mucho que el libro se ha convertido
en algo natural, en un objeto cotidiano cuyas maravillosas cualidades no
despiertan ni nuestro asombro ni nuestra
gratitud. Del mismo modo que no somos conscientes del oxígeno que introducimos
en nuestro organismo cada vez que respiramos y de los misteriosos procesos químicos
con los que nuestra sangre aprovecha este invisible alimento, tampoco
advertimos la materia espiritual que absorben nuestros ojos y que nutre (o debilita)
nuestro intelecto continuamente..”