jueves, 7 de abril de 2022

EL ALMA DEL LIBRO: SU CONTENIDO

 Ah, los libros… Encierran en sus páginas el alma de la humanidad. Pero no son su prisión, sino su aliento. «Cuando nuestra alma no puede gozar de la belleza del cielo, ni del perfume de los jardines, ni de la vista de las flores, no queda más que un remedio: leer, porque el jardín más hermoso es un armario de libros. ¡Un paseo a través de sus estantes es la distracción más dulce y encantadora!»  Así se habla en Las Mil y Una Noches del encanto de lo que los libros contienen.

Si todo el mundo fuera destruido pero quedaran los libros, de ellos se podría obtener la información para reconstruirlo porque son el depósito de su memoria. Quien los leyera podría revivir todas las emociones y pasiones humanas que los mejores escritores han sido capaces de concentrar en palabras e imágenes.

Estos objetos inertes tienen un peso y un volumen, una consistencia. Pero lo que contienen, el texto, es su alma, que revive en el lector. Su alma son las vidas que en él se describen: vidas miserables y excelsas, rutinarias y vibrantes, vidas de verdad y de mentira… En el texto cabe todo, los detalles más delicados, las más bajas traiciones y las gestas más gloriosas. Quien lee vive vidas de más. 

Esas vidas exitosas o desgarradoras son narradas con una sensibilidad que la mayoría de las personas no poseemos. Nunca viviremos con la intensidad de los personajes de Dostoievsky ni vibraremos con la finura de espíritu que se trasluce en los textos de místicos como san Juan de la Cruz, por citar dos extremos.

El libro que suele llegar al lector es el que está en boga en un determinado momento y que se compra por impulso. Normalmente se busca en él entretenimiento, información o emociones. Pero otros le llegan de manos de quien se los ofrece personalmente. Christopher Morley cuenta en La librería ambulante (Periférica 2012), donde refleja su pasión casi misionera de vendedor de libros, cómo recorre con su precioso cargamento amplias zonas rurales de Estados Unidos y cómo le acecha siempre la decepción, porque no consigue atraer a la gente: No deja de pensar que si fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas, sería mejor recibido y tendría más éxito. Sin embargo, persiste en vender libros, que él tiene por tesoros.

Cada uno es una joya para quien sabe apreciarlo. Algunos de ellos vierten en el corazón, en los momentos que se necesitan, palabras de consuelo, de aliento y de verdad. .

Es más, al leer ciertos libros, inmediatamente comprendemos que contienen parte importante de nuestro proyecto de vida y conectamos con su alma. Ni siquiera nosotros mismos hubiéramos expresado mejor aquello a que aspiramos. 

Lo más sutil de la vida nos puede llegar a través de ellos. La entrega altruista heroica y la búsqueda de la transcendencia, por ejemplo, están cifradas en múltiples libros. ¿Qué tiene de extraño que se hable de las religiones del libro? La doctrina y la propuesta ética del judaísmo, el cristianismo y el islamismo están contenidas en libros, la Torá, la Biblia o el Corán. El libro, su libro, alimenta la esperanza del creyente y le conmina a atender generosamente al prójimo, aunque también ha sido utilizado para lograr su sumisión.

Es muy importante suscitar pronto en los niños el apego a los libros. Quien abre un libro ante ellos no les muestra simplemente una curiosidad que puede atraer su atención, como quien eleva una cometa al cielo para que admiren su vuelo. Lo que está haciendo es mostrarles que en sus páginas aletea un alma y que en ella podrán encontrar por adelantado la vida que aún no han vivido, contada con gracia y agudeza para que su descubrimiento resulte atractivo.

En el libro reposa el tiempo y la memoria de los antepasados. Allí siguen vivos sus pensamientos y lo que vivieron. Toda esa experiencia se habría perdido irremediablemente si no hubiéramos tenido un medio de consignarla.

Los libros contienen no solo las palabras de los sabios, sino también las leyes por las que se rigieron las sociedades que nos han precedido y las religiones que alimentaron sus creencias y sus convicciones. Si no hubieran existido esos libros, siempre estaríamos en la misma línea de salida y tendríamos que ir descubriendo todo sin otra ayuda que lo que nos transmitiera oralmente la generación inmediatamente anterior a la nuestra.

El libro es vida y alimenta la vida. En la Biblia hay un pasaje que transmite esta idea de forma hiperrealista cuando cuenta que Dios ordena a Ezequiel que se coma el rollo de papiro que contiene las palabras que expresan su voluntad divina. George Steiner comenta este pasaje de esta manera: «Cuando Dios ordena a Ezequiel que se coma el rollo donde el profeta ha consignado el dictado divino, cuando le ordena que convierta el texto en una parte de su identidad corporal y mental, hace de la fusión del libro y la persona una obligación para el judío.»

En la letra habita el espíritu, pero no todos los ojos lo ven, aunque sean capaces de reconocer los signos tipográficos. Los del buen lector tienen la virtud de hacer que reviva el pensamiento plasmado en esos signos. La lectura no es un acto inocente e inocuo, impone al lector la obligación de mantener vivo el espíritu de esos textos discutiéndolos,  teniéndolos en cuenta en su vida personal y utilizándolos en beneficio de la sociedad. 

Para reparar la anorexia lectora de muchos ciudadanos está bien que haya quien los llame a frecuentar las páginas de los libros, en especial los clásicos. Alguien debe recordar continuamente a los demás que algunos libros ayudan a vivir con más lucidez. Por mucha experiencia que una persona acumule a lo largo de su vida, no obtendrá la de quien se ha asomado a muchas otras vidas contenidas en las páginas de los libros ni dispondrá de los estímulos que proceden de las lecturas.

martes, 1 de marzo de 2022

EL LIBRO: EL OBJETO

 «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo…»  Umberto Eco

No se pueden cantar las bondades del libro de forma más concisa, ajustada y contundente que como lo ha hecho el escritor italiano. Ese genial artefacto permite, a través de los signos tipográficos impresos en sus páginas, que una información llegue a la mente de quien sabe interpretarlos.

Un cuento, un informe, un relato, un  novelón caben en unas gavillas de hojas de papel encuadernadas, la forma más cómoda, barata y eficiente que hemos hallado para acumular palabras. Es un invento genial para guardar esos soplos del aire que salen de los pulmones y que, modulados por la laringe, hacen vibrar las cuerdas vocales.

Desde el comienzo de la humanidad uno de sus grandes retos era transmitir la imaginación y la memoria. Se logró concentrando ese aire modulado, las palabras, en signos que fueran comprendidos por muchas personas. De esta manera pudieran perdurar.

Ese soberbio invento, la escritura, sin el que las ideas se hubieran volatilizado, precisaba de un objeto en que consignarla. El más perfecto ha sido el libro. Sin él, esas voces habrían pasado de boca a oreja, pero no habrían podido conservarse ni ser comunicadas a personas lejanas. Por suerte, las voces de los pensadores y los poetas han quedado plasmadas en el papel y las podemos despertar a nuestro antojo y pasarlas tantas veces como queramos de los pulmones de un locutor al oído de quien le escuche.

El libro, ese genial soporte físico de la memoria, solo transmite información a quien lo tiene en sus manos, le presta atención y lo lee. Solo así activa el intelecto de quien es capaz de interpretar esos signos. Y no solo transmite conocimientos sino que también provoca emociones. De otra manera no se entendería la fascinación que ejerce sobre ciertos lectores quienes, habiéndolas experimentado alguna vez, se convierten en lectores asiduos.

Los que venden los libros, los libreros, son magos que trafican con retazos de vida, de pensamientos y de emociones, que pueden acompañar y guíar la vida de sus clientes. Este es un viejo y noble oficio.

El libro no es un objeto neutro. Pretende atraer el interés, excitar la curiosidad. Por eso lo diseñan para hacerlo atractivo. Todos sus elementos materiales –las tripas, las tapas, las guardas, etc-, el diseño de la cubierta, la tipografía, las ilustraciones, los textos de su contracubierta, tratan de seducir. Y realmente realzan su belleza, aunque muchos lectores se sumergirían en sus páginas sin importarles su aspecto exterior.

La función de su elegante presentación no es solo hermosear el objeto, sino también orientar la lectura en determinado sentido. El editor trata de mostrar que lo que ofrece responde a las preocupaciones y a la estética apreciada por la sociedad  en ese determinado momento. Eso no es forzar su contenido, ya que todo libro, especialmente todo buen libro, es polisémico. No está mal realzar y poner énfasis en aquello que más llama la atención en cada momento. Los clásicos tienen en grado eminente esa virtud: se leen siempre como si hablaran la lengua de cada época y reflexionaran sobre sus problemas.

La fascinación que ejercen los libros en muchos lectores es muy grande. Al entrar en una biblioteca, estos experimentan emociones parecidas a las de quien se sienta en un banco de una catedral donde todavía se percibe el incienso que se ha utilizado en la ceremonia acabada de celebrarse. El lector acaricia los lomos de los libros, abre sus páginas, las recorre con la vista, las contempla… Aprecia su tipografía, las ilustraciones que los adornan, se fija en los paratextos que son como el cuño del editor. Los libros no solo se leen; son también objeto de contemplación.

Los libros se presentan de muy diversas formas. Algunos tienen el aspecto de objeto precioso cuyo valor está en su hechura, sus tipografías, sus adornos, su encuadernación… A veces son el tesoro de una familia que va pasando de padres a hijos.

Más incluso que la rueda, el libro ha sido un instrumento crucial en el desarrollo humano. Es uno de los grandes patrimonios de la humanidad. Ha permitido la difusión del conocimiento a gran escala. Tanto si se utiliza para afianzar las propias ideas como para derrotar las de otros, el libro se ofrece a cualquiera a precio razonable. Silencioso y discreto, no es arrogante ni se queja aunque lo traten mal. Está al alcance de todo aquel que desee abrirlo y dedicarle un tiempo. Eso sí, no se conforma con que le echen una ojeada, prefiere que lo lean reflexivamente tanto si quien lo hace está de acuerdo con él como si le discute sus ideas.

El libro, ese pequeño objeto, es un invento difícilmente superable. 

martes, 25 de enero de 2022

PARA QUÉ Y POR QUÉ LEEN LOS QUE LEEN

 

Los que leen no se preguntan por qué y para qué lo hacen. Tampoco al que come se le ocurre pensar cada día para qué come. Lo da por sabido. Le gusta comer y tiene constancia de que le es provechoso.

¿Hacerse esa pregunta no revela cierta inseguridad o al menos cierto desconcierto? Tal vez sí. No es tan evidente la respuesta a la pregunta por qué o para qué leemos. Roland Barthes hacía notar en El susurro del lenguaje (Paidós 2012) que, al hablar sobre la lectura, nos referimos a prácticas muy dispersas sobre las que expresamos «un destello de ideas, de temores, de deseos, de goces, de opresiones». Pero leer no es un capricho cualquiera, sino un ejercicio fundamental que acompaña la vida, y que ayuda a descubrirla, a disfrutarla y a sacarle más partido.  

Leer nace del deseo de descubrir a otros, de la curiosidad. En muchas personas esta es demasiado grande para que la puedan saciar con lo que oyen de viva voz a personas cercanas o con lo que ven con sus propios ojos. Los libros contienen lo que han visto antes que  nosotros muchas personas que han abierto amplios ventanales desde los que han oteado mundos diferentes, muchos de ellos insólitos. Estos serían invisibles para la mayoría de los humanos, si no hubiéramos podido mirar por esas ventanas. Nos asomamos a ellas porque deseamos aprender, conocer, sentir. Además, tenemos conciencia de que lo que esperamos encontrar nos llegará en un lenguaje atractivo.  

El camino que transitamos, el del lenguaje, nos seduce o nos interpela. No importa si los mundos que recorremos en las páginas de los libros son reales o imaginarios. Esos mundos creados por la literatura, sean esperanzadores o sórdidos, cálidos o fríos,  pueden ser realmente sorprendentes e impactantes.  

A menudo el excursionista camina por parajes que desconoce totalmente. Sin embargo, lo más habitual es que no haya decidido hacer ese recorrido por pura casualidad, sino porque algo le ha llevado a visitar determinados lugares: tenía noticias previas o alguna expectativa alentadora sobre ellos. .

Algo así ocurre con la lectura. Normalmente se tiene algún motivo, a veces muy inconcreto, incluso inconsciente, para darse a la lectura. Casi siempre se tiene algún atisbo de lo que se va a leer. Hasta tal punto esos atisbos son tan certeros que Pierre Bayard ha podido escribir un libro titulado Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama 2013). Cuando supe de él, me pareció una broma, pero después de leerlo pensé que debía tomármelo en serio. Lo que explica es muy razonable.

La superficie de papel impreso con signos tipográficos y dispuesta ordenadamente por páginas cosidas formando libros es inmensa. Antes de que existieran los libros, los escritos más antiguos hibernaron en papiros y pergaminos. El campo que tenemos a disposición es inmenso. Si nos detenemos en algunos de esos textos, es por algo: teníamos noticia de lo que contenían, alguien de confianza nos había encarecido su interés o el diálogo interior que manteníamos en ese momento nos había predispuesto a leerlos.

La misma hechura del libro es un cebo que incentiva la curiosidad: la calidad de la edición, la cubierta, el título, los textos de la contracubierta, la bella tipografía convenientemente espaciada que hace reposar la vista... Lo que se ve expuesto sobre las mesas de las librerías realmente llama la atención. Hay allí verdaderas obras de arte. Sin abrirlos siquiera, todo son motivaciones que avivan nuestra curiosidad y nos impulsan a abrir los libros..

El ansia de conocer la hemos satisfechos los humanos a través de los maestros, pero a estos no los tenemos a disposición. Muchos ya murieron y con otros no tenemos contacto porque están lejos o no son accesibles. La forma más fácil de acceder a sus pensamientos es a través de sus escritos que alivian nuestra ignorancia, nuestra incertidumbre y nuestra soledad. «La invención literaria es alteridad, y por eso alivia la soledad», escribía Harold Bloom.

Leemos porque leer permite cualquier indagación en muchas direcciones.  En primer lugar, facilita la búsqueda interior, tal vez la más difícil. Sin guías y sin mapas previos, cualquier espeleólogo que entrara por primera vez en una cueva recorrería el mismo tramo de galería subterránea ya recorrido por quien entró antes que él. En cambio, los que entran pertrechados con mapas elaborados por quienes ya estuvieron allí pueden llegar más al fondo. Quien sigue en las páginas de un libro indagaciones que otros intentaron antes  camina sobre una senda ya trazada. La recorrerá más rápido, con más seguridad y llegará más lejos.

El mundo es inabarcable para una sola persona en el breve espacio temporal de una vida. A través de los escritos podemos acceder a muchos conocimientos sin necesidad de averiguarlos directamente.

Pero es más, ni la descripción física de la tierra que pisamos, ni lo que se nos escapa a la percepción directa, ni las ficciones, que también forman parte de nuestro propio mundo, sabríamos expresarlos en un lenguaje adecuado si no leyéramos. Pues bien, leemos para dotarnos de todo ese acervo de lenguaje que precisamos para describir, entender y ensanchar el mundo en que vivimos. Yo nunca había oído ni leído la palabra piroclástico hasta que comenzó la actividad volcánica en Cumbre Vieja de La Palma. Hasta ese momento no disponía en mi vocabulario de una palabra para designar las rocas incandescentes que saltan por los aires con la explosión de un volcán. Ahora la tengo. Necesitamos continuamente adquirir palabras que expresen los nuevos fenómenos que van acaeciendo ante nuestros ojos o en el interior de nosotros mismos.

Somos el relato que nos hacemos de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo. Leemos para disponer de un relato rico que dé cuenta de todo lo que somos, lo que vivimos y lo que soñamos. Sí, la ficción, producto de la imaginación, también es parte del mundo en que vivimos. Este no se solo la naturaleza sino también lo recreado con lenguaje, todo eso tan amplio que llamamos cultura. Pues bien, a buena parte de ella solo accedemos a través de los libros. Por eso leemos, para no vivir desterrados de nuestro propio mundo, el “mundo real” y el ficcionado.

En nuestra sociedad quienes están más abajo en la escala social son los que suelen tener menos trato con las letras. Y no por decisión propia ni por falta de inteligencia. No han consiguido captar la utilidad de la lectura y la belleza que pueden encontrar en los libros, porque sus condiciones de vida son tan precarias que para ellos leer es un lujo inútil. Para quien tiene que luchar por la supervivencia leer es una pérdida de tiempo,.

Los que están arriba en la escala social suelen leer más, porque han accedido a niveles más elevados de conocimiento y así han desarrollado una sensibilidad que les permite disfrutar de la belleza de una obra o vivir las emociones que el arte provoca.

 No obstante, el tener una buena educación previa no siempre lleva a leer. Si se observan y analizan algunos indicadores, parece que el futuro de la lectura es incierto. Muchos de los que acceden a cotas altas de influencia y de poder no son precisamente los que más tiempo dedican a los libros.

A pesar de que leer es probablemente la actividad que más transforma y beneficia a quien lo hace, el debilitamiento de los valores humanísticos ha quitado importancia a la lectura. No parece tan necesaria para aspirar a un lugar relevante en la sociedad. Otros caminos aparecen como más exitosos. Los letraheridos más bien son vistos como gentes exóticas, aunque, como la práctica de su afición es voluntaria, no sufren el estigma de la marginación o, en todo caso, es una marginación que conlleva cierto prestigio.

También se lee, o se dice que se lee, por prestigio social. Leer todavía mola. Muchos valoran la lectura aunque no la practiquen. De aquí el escepticismo que suele despertar el resultado de ciertas encuestas. Los índices de lectura que estas revelan no parecen corresponderse con la práctica real. Es un hecho constatable, por ejemplo, que el número de personas que van leyendo un libro en el transporte público ha disminuido. Lo que la gente lleva ahora en las manos es un móvil, no un libro, ni siquiera un libro electrónico.

Para ser justos hay que reconocer que la pulsión que lleva a muchas personas a leer no es tanto la pasión por conocer, por perfeccionar su capacidad de argumentar, sino la del consumo. Leen lo que aparece como novedad o lo escrito por un famoso, responda o no a las preguntas que se hacen sobre su propia vida o sobre el devenir de la sociedad en la que están inmersas.

¿Qué panorama se prevé en el futuro próximo? No es optimista, si se observa el comportamiento de adolescentes y jóvenes quienes en lugar de leer prefieren salir, ver vídeos o escuchar música. En sus conversaciones, no es un tema frecuente el comentario sobre lo que están leyendo. Esa actividad se la considera totalmente privada.

Por otra parte, incluso los alumnos que sacan buenas notas afirman que no leen. Piensan que el leer tiene poco que ver con el éxito profesional que persiguen.

No hace falta dotes sobresalientes ni una vocación especial para ser lector. Todos podemos serlo. Y lo somos en algún grado por exigencias del trabajo, por curiosidad o por diversión. Pero aficionarse a la lectura suele ser resultado de un largo proceso que muchos abandonan.   

En resumen, no hay una razón primordial por la que leen los que leen. Unos lo hacen por placer, por estar al día, por el interés de adquirir más conocimientos. Otros leen por el goce estético que proporciona una buena historia bien contada en la que pueden encontrar lo insólito, la emoción y la ternura de que no disfrutan en la vida en el grado que desearían.  

La lectura es una conversación continuada con personas, a menudo muy lúcidas, que dejaron por escrito esos pensamientos. A través de la letra impresa los tenemos a nuestro alcance. En la lectura se encuentra la compañía que alivia la soledad, porque la amistad es vulnerable, puede debilitarse por la distancia o el tiempo, pero un libro amigo siempre está al alcance.

Gustavo Martín Garzo escribía en El País: «Tal vez es la paradoja de las bellas historias, que cuanto más maravillosas y locas son más discretos y razonables vuelven a quienes las escuchan o las leen. Esta alianza entre fantasía y razón es la que da al Quijote su encanto imperecedero.»