jueves, 23 de diciembre de 2021

TIIEMPOS Y LUGARES PARA LEER

    Leer es un ejercicio muy personal, íntimo. Es normal que se busquen acogedores rincones espacio-temporales para practicarlo.

   Daniel Pennac en Como una novela (Anagrama 2019) cuenta que un soldado destinado a la Academia de Artillería de Chalôns-sur-Marne se ofrecía voluntario cada mañana para hacer la tarea más ingrata y que más odian todos los soldados: limpiar  los váteres. Parecía el trabajo menos heroico y el más ajeno al oficio de las armas. Entre las risitas o las burlas desacaradas de sus compañeros, el volunatrio cogia la escoba, el mocho y un cubo de fregar y se dirigía hacia su trinchera. Se pasaba allí toda la mañana. Al regresar, entregaba sus armas de limpieza y saludaba militarmente al oficial de guardia.   

El secreto de su interés por ese trabajo estaba en lo que llevaba en un bolsillo, las obras completas de Nicolai Gogol. Coger el mocho le permitía leer varias horas sentado sobre la tapa de un váter cuando acababa de hacer la limpieza.

Leer intensamente requiere una reclusión total, si es posible. El lugar y el momento en que se hace es lo de menos, Quien lee así se abstrae totalmente del mundo y del tiempo para fijar su mente en lo que lee, lejos de las preocupaciones de su día a día. Con un libro en las manos, se le van las horas sin darse cuenta porque, en esos momentos, para él no cuenta el tiempo. Lejos de otras preocupaciones, su cuerpo solo está sujeto a las conmociones que le provocan las historias que lee.

El ambiente más adecuado para leer es el silencioso. En la tranquilidad del silencio, el lector adapta la velocidad de la lectura al ritmo que le pide su mente, su estado anímico o la dificultad de lo que lee. Puede detenerse en una frase o volver atrás.   

Naturalmente, el lugar más propicio para hallar esas condiciones suele ser un sitio cerrado, sin excesiva luz, lejos de la agitación, el bullicio o de los aparatos sonoros, como la radio, la televisión, el teléfono… Personas, como el escritor Peter Handke, confiesan haber leído muchas veces sentados en un váter, huyendo de conversaciones insulsas o de reuniones sociales intranscendentes.

Los libros, contrariamente a los textos que se escriben para internet o para someterse al instantáneo clic del móvil se pueden leer en un instante en los lugares más inverosímiles, donde mejor se leen es en la paz de una biblioteca o en casa, sentado en un cómodo sillón.

A nadie le gusta tener testigos incómodos en un encuentro con un amigo o con alguien que le interesa especialmente por cualquier motivo. Esa presencia indeseada puede echar a perder lo que se pretendía obtener de ese contacto. Razón de más para dedidar a ese encuentro un tiempo especial o un lugar recóndito donde no se sufra la menor interferencia. El libro es uno de esos amigos con qjuien mejor serse a solas.

Lo que se lee es algo ímtimo, del ámbito privado. Es legítimo que el lector pretenda que nadie sepa qué está leyendo. Hay autores proscritos por la censura oficial o por la presión del entorno en que uno se mueve a lo que uno puede decidir dedicarles su tiempo por los motivos que sea.  

Redundando en la idea de que el acto de leer es algo íntimo, Alberto Manguel dice en Una historia de la lectura, (Alianza 1998): «El acto de leer establece una relación íntima, física, en la que participan todos los sentidos: los ojos que extraen las palabras de las páginas, los oídos que se hacen eco de los sonidos leídos, la nariz que aspira el aroma familiar del papel, goma, tinta, cartón o cuero, el tacto que advierte la aspereza o suavidad de la página, la flexibilidad o dureza de la encuadernación; incluso el gusto, en ocasiones, cuando el lector se lleva los dedos a la lengua…» Algo así solo es posible en un recinto que preserve la intimidad.

Pero también se puede leer ostensosamente en medio de la calle. Ciertos libros que son del acervo común y están al alcance de cualquiera se prestan a ello. Nadie se extraña que se lean en cualquier lugar y en los momentos más inesperados porque hay historias que han conquistado el mundo. Cuenta Paul Hazard en Los libros, los niños y los hombres (Juventud 1977): «Felipe II, viendo desde su balcón a un estudiante que iba leyendo por la calle y que con frecuencia interrumpía la lectura para soltar la carcajada, exclamó: «O ese estudiante está loco o lo que lee son las aventuras de don Quijote». El estudiante leía, en efecto, las aventuras de don Quijote y el Rey no se equivocó. Así conquistó Cervantes en España, hace tres siglos, a los estudiantes y a los pajes; y desde entonces a todos los niños.»

Lo que venimos contando nos lleva a otra consideración. Según lo que se pretenda explorar en un libro, se puede leer a diferentes velocidades: velozmente en diagonal, o demorándose en aquellas frases que contienen una especial significación para el lector y que le gustaría retener en su memoria.

También hay lecturas que se hacen de forma solemne. Son parte importante del ritual de una celebración social o religiosa. Es el caso, por ejemplo, de un discurso en el parlamento o de las lecturas bíblicas leídas o cantadas solemnemente en la iglesia o la recitación de los salmos en el coro de un momasterio.  

Todo esto tiene muy poco que ver con ese “echar un vistado” a los titulares de un periódico que se hace sobre la barra de un bar mientras se toma un café o con esa ojeada rápida al aviso que nos acaba de llegar al móvil.

La hiperconexión que las tecnologías modernas propician nos induce a esa lectura instatánea, reflejo de nuestras prisas y nuestra labilidad o inseguridad mental. Con ese lenguaje tan reducido parece que se pretenda estrechar el espacio del pensamiento como viene a afirmar el filósofo coreano Byung-Chul Han en su libro Psicopolítica (Herder 2014) cuando escribe: «Cada año el número de palabras disminuye y el espacio de la conciencia se reduce.» Este tipo de lectura se puede hacer en el bullicioso andén del Metro en esos dos minutos que tarda en llegar un nuevo convoy.

Por suerte, sigue habiendo libros en las mesillas de noche. Tras un día azoroso, en el momento en de retirarse a descansar, el lector retoma ese libro que alimenta su espíritu. Sus pensamientos le vuelven a reconciliar con su yo interior, que tal vez mantuvo disperso durante todo el día, para proseguir con ese diálogo consigo mismo que le hace ser una misma persona a través del tiempo y de los azares de la vida activa.

Nos excusamos a menudo diciendo que no tenemos tiempo para leer. La lectura que persigue el cultivo personal siempre nos dará la impresión de que es tiempo robado a otras ocuaciones. Con ello estamos diciendo que cualquier ocupación es más importante que esta que nos mantiene conscientes. Tal vez deberíamos cambiar vuestra tabla de valoración. Como afirma Daniel Pennac, «el tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo para vivir. ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? Pero, ¿se ha visto alguna vez que un enamorado no encuentre tiempo para amar? La lectura es como el amor, una manera de ser. El problema es si me regalo o no la dicha de ser lector.»

Sin mantenemos viva la curiosidad, incluso ese tiempo que huye, el que dedicamos a los viajes, puede ser un buen momento para leer. De hecho lo es para muchas personas.

martes, 7 de diciembre de 2021

QUÉ LEER O CUÁNTO LEER

Nadie que lee reniega del leer. Por el contrario, muchos que no leen lo lamentan. Las encuestas siguen indicando que las personas valoran mucho la lectura, aunque luego no lean.

Leer es laborioso. Afortunadamente su duro aprendizaje se hace de niño, porque, de otra manera, muchos desistirían de aprender a leer. Quien no disfruta leyendo no sigue, aunque conozca la mecánica del leer. Leerá, a lo más, textos instrumentales que necesita para su trabajo o para sus estudios.

También es muy útil. Imprescindible para vivir en una sociedad “letrada”. Quien no sabe leer es como si le faltara oxígeno social, Se ahoga. Las ciudades, las redes, las vías de comunicación, las guías de uso de cualquier aparato están llenas de signos. Hay que conocerlos para orientarse en la vida. Para quien no sabe leer el mundo es un caos, un laberinto, un infierno.

Pero leer también es placentero. Para quien disfruta leyendo este placer no tiene límites. Las posibilidades de saciarse son infinitas. La biblioteca es un mundo. Un mundo en expansión.

El progreso de nuestra sociedad va ligado al nivel de alfabetización de la población. Si se parte de cuantificar como único criterio, parece que los números son buenos. Pero lo que se ha de ver es el qué y el para qué, no en el cuánto.

Se confía en que la difusión del interés por la lectura es como las enfermedades que se trasmiten por contagio. Que el contacto entre lectores produce lectores es verdad hasta cierto punto. Ese contacto cada vez más se identifica con la información sobre libros. Como en tantos otros temas, los youtubers se han lanzado a opinar sobre libros y a aconsejar su lectura. Lo hacen en muchos casos con poco conocimiento. Lo que afirman no está mediatizado por personas competentes y eso es una gran pega. Pero su información arrolladora no se hace para enseñar nada sobre los libros, sino para tener una presencia en las redes que les dé visibilidad, reconocimiento y al final dinero.  

Esta forma de proceder puede conseguir consumidores de libros, compradores, pero ¿crea lectores? Esta es la eterna cuestión.  Ahí queda. 


miércoles, 15 de septiembre de 2021

LEER PARA OTROS

 

   Para conocer qué puede ocurrir en el corazón de un niño al que le leen un libro nada mejor que recoger la experiencia de uno de los más experimentados lectores (leyó para Borges ciego) y ha escrito un libro memorable: UNA HISTORIA DE LA LECTURA, de don extraigo este texto que narra su experiencia:

  “De noche, e incluso de día (dado que frecuentes ataques de asma me obligaban a guardar cama durante semanas) me recostaba en varias almohadas hasta casi sentarme para escuchar a mi niñera, que me leía los aterradores cuentos de hadas de los hermanos Grimm. A veces su voz hacía que me durmiera; otras, por el contrario, la emoción me enardecía y le suplicaba que se apresurase, con el fin de averiguar, más deprisa de lo que el autor había querido, qué sucedía en el cuento. Pero la mayor parte del tiempo me limitaba a disfrutar con la voluptuosa sensación de dejarme llevar por las palabras, y sentía, de una manera corporal, que estaba de verdad viajando a algún lugar maravillosamente remoto, a un sitio que apenas me atrevía a vislumbrar en la última página del libro, todavía secreta. (…) No sabía entonces que el arte de leer en voz alta tenía una historia larga y viajera.”  (Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Alianza Editorial, Madrid, págs. 135-136)

Aunque sin la presencia física del lector, las nuevas tecnologías permiten, a través de los audiolibros cuidadosamente narrados, esa misma experiencia en momentos en que no se puede leer de otra manera (en el coche, por ejemplo). La misma mágia, la misma voluptuosidad de las palabras, las mismas emociones, el mismo despertar de la curiosidad, el mismo vuelo de la imaginación que seguro que van a incitar al niño a procurarse ese placer por sí mismo en el momento en que pueda tener un libro en sus manos