Leer es un ejercicio muy personal, íntimo. Es normal que se busquen acogedores rincones espacio-temporales para practicarlo.
Daniel Pennac en Como una novela (Anagrama 2019) cuenta que un soldado destinado a la Academia de Artillería de Chalôns-sur-Marne se ofrecía voluntario cada mañana para hacer la tarea más ingrata y que más odian todos los soldados: limpiar los váteres. Parecía el trabajo menos heroico y el más ajeno al oficio de las armas. Entre las risitas o las burlas desacaradas de sus compañeros, el volunatrio cogia la escoba, el mocho y un cubo de fregar y se dirigía hacia su trinchera. Se pasaba allí toda la mañana. Al regresar, entregaba sus armas de limpieza y saludaba militarmente al oficial de guardia.
El secreto de su interés por ese
trabajo estaba en lo que llevaba en un bolsillo, las obras completas de Nicolai
Gogol. Coger el mocho le permitía leer varias horas sentado sobre la tapa de un
váter cuando acababa de hacer la limpieza.
Leer intensamente requiere una
reclusión total, si es posible. El lugar y el momento en que se hace es lo de
menos, Quien lee así se abstrae totalmente del mundo y del tiempo para fijar su
mente en lo que lee, lejos de las preocupaciones de su día a día. Con un libro
en las manos, se le van las horas sin darse cuenta porque, en esos momentos,
para él no cuenta el tiempo. Lejos de otras preocupaciones, su cuerpo solo está
sujeto a las conmociones que le provocan las historias que lee.
El ambiente más adecuado para leer
es el silencioso. En la tranquilidad del silencio, el lector adapta la
velocidad de la lectura al ritmo que le pide su mente, su estado anímico o la
dificultad de lo que lee. Puede detenerse en una frase o volver atrás.
Naturalmente, el lugar más
propicio para hallar esas condiciones suele ser un sitio cerrado, sin excesiva
luz, lejos de la agitación, el bullicio o de los aparatos sonoros, como la
radio, la televisión, el teléfono… Personas, como el escritor Peter Handke, confiesan
haber leído muchas veces sentados en un váter, huyendo de conversaciones
insulsas o de reuniones sociales intranscendentes.
Los libros, contrariamente a
los textos que se escriben para internet o para someterse al instantáneo clic
del móvil se pueden leer en un instante en los lugares más inverosímiles, donde
mejor se leen es en la paz de una biblioteca o en casa, sentado en un cómodo
sillón.
A nadie le gusta tener
testigos incómodos en un encuentro con un amigo o con alguien que le interesa
especialmente por cualquier motivo. Esa presencia indeseada puede echar a
perder lo que se pretendía obtener de ese contacto. Razón de más para dedidar a
ese encuentro un tiempo especial o un lugar recóndito donde no se sufra la
menor interferencia. El libro es uno de esos amigos con qjuien mejor serse a
solas.
Lo que se lee es algo ímtimo,
del ámbito privado. Es legítimo que el lector pretenda que nadie sepa qué está
leyendo. Hay autores proscritos por la censura oficial o por la presión del
entorno en que uno se mueve a lo que uno puede decidir dedicarles su tiempo por
los motivos que sea.
Redundando en la idea de que el
acto de leer es algo íntimo, Alberto Manguel dice en Una historia de la lectura, (Alianza 1998): «El acto de leer
establece una relación íntima, física, en la que participan todos los sentidos:
los ojos que extraen las palabras de las páginas, los oídos que se hacen eco de
los sonidos leídos, la nariz que aspira el aroma familiar del papel, goma,
tinta, cartón o cuero, el tacto que advierte la aspereza o suavidad de la
página, la flexibilidad o dureza de la encuadernación; incluso el gusto, en
ocasiones, cuando el lector se lleva los dedos a la lengua…» Algo así solo es
posible en un recinto que preserve la intimidad.
Pero
también se puede leer ostensosamente en medio de la calle. Ciertos libros
que son del acervo común y están al alcance de cualquiera se prestan a ello. Nadie
se extraña que se lean en cualquier lugar y en los momentos más inesperados porque
hay historias que han conquistado el mundo. Cuenta Paul Hazard en Los libros, los niños y los hombres
(Juventud 1977): «Felipe II, viendo desde su balcón a
un estudiante que iba leyendo por la calle y que con frecuencia interrumpía la
lectura para soltar la carcajada, exclamó: «O ese estudiante está loco o lo que
lee son las aventuras de don Quijote». El estudiante leía, en efecto, las aventuras
de don Quijote y el Rey no se equivocó. Así conquistó Cervantes en España, hace
tres siglos, a los estudiantes y a los pajes; y desde entonces a todos los
niños.»
Lo que venimos contando nos
lleva a otra consideración. Según lo que se pretenda explorar en un libro, se
puede leer a diferentes velocidades: velozmente en diagonal, o demorándose en
aquellas frases que contienen una especial significación para el lector y que
le gustaría retener en su memoria.
También hay lecturas que se
hacen de forma solemne. Son parte importante del ritual de una celebración
social o religiosa. Es el caso, por ejemplo, de un discurso en el parlamento o de
las lecturas bíblicas leídas o cantadas solemnemente en la iglesia o la
recitación de los salmos en el coro de un momasterio.
Todo esto tiene muy poco que
ver con ese “echar un vistado” a los titulares de un periódico que se hace
sobre la barra de un bar mientras se toma un café o con esa ojeada rápida al
aviso que nos acaba de llegar al móvil.
La hiperconexión que las
tecnologías modernas propician nos induce a esa lectura instatánea, reflejo de nuestras
prisas y nuestra labilidad o inseguridad mental. Con ese lenguaje tan reducido parece
que se pretenda estrechar el espacio del pensamiento como viene a afirmar el filósofo
coreano Byung-Chul Han en su libro Psicopolítica
(Herder 2014) cuando escribe: «Cada año el número de palabras disminuye y
el espacio de la conciencia se reduce.» Este tipo de lectura se puede hacer en
el bullicioso andén del Metro en esos dos minutos que tarda en llegar un nuevo
convoy.
Por suerte, sigue habiendo
libros en las mesillas de noche. Tras un día azoroso, en el momento en de retirarse
a descansar, el lector retoma ese libro que alimenta su espíritu. Sus
pensamientos le vuelven a reconciliar con su yo interior, que tal vez mantuvo
disperso durante todo el día, para proseguir con ese diálogo consigo mismo que
le hace ser una misma persona a través del tiempo y de los azares de la vida
activa.
Nos excusamos a menudo diciendo
que no tenemos tiempo para leer. La lectura que persigue el cultivo personal
siempre nos dará la impresión de que es tiempo robado a otras ocuaciones. Con
ello estamos diciendo que cualquier ocupación es más importante que esta que
nos mantiene conscientes. Tal vez deberíamos cambiar vuestra tabla de valoración.
Como afirma Daniel Pennac, «el tiempo para leer, al
igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo para vivir. ¿Quién tiene tiempo
de estar enamorado? Pero, ¿se ha visto alguna vez que un enamorado no encuentre
tiempo para amar? La lectura es como el amor, una manera de ser. El problema es
si me regalo o no la dicha de ser lector.»
Sin
mantenemos viva la curiosidad, incluso ese tiempo que huye, el que dedicamos a
los viajes, puede ser un buen momento para leer. De hecho lo es para muchas
personas.