martes, 25 de enero de 2022

PARA QUÉ Y POR QUÉ LEEN LOS QUE LEEN

 

Los que leen no se preguntan por qué y para qué lo hacen. Tampoco al que come se le ocurre pensar cada día para qué come. Lo da por sabido. Le gusta comer y tiene constancia de que le es provechoso.

¿Hacerse esa pregunta no revela cierta inseguridad o al menos cierto desconcierto? Tal vez sí. No es tan evidente la respuesta a la pregunta por qué o para qué leemos. Roland Barthes hacía notar en El susurro del lenguaje (Paidós 2012) que, al hablar sobre la lectura, nos referimos a prácticas muy dispersas sobre las que expresamos «un destello de ideas, de temores, de deseos, de goces, de opresiones». Pero leer no es un capricho cualquiera, sino un ejercicio fundamental que acompaña la vida, y que ayuda a descubrirla, a disfrutarla y a sacarle más partido.  

Leer nace del deseo de descubrir a otros, de la curiosidad. En muchas personas esta es demasiado grande para que la puedan saciar con lo que oyen de viva voz a personas cercanas o con lo que ven con sus propios ojos. Los libros contienen lo que han visto antes que  nosotros muchas personas que han abierto amplios ventanales desde los que han oteado mundos diferentes, muchos de ellos insólitos. Estos serían invisibles para la mayoría de los humanos, si no hubiéramos podido mirar por esas ventanas. Nos asomamos a ellas porque deseamos aprender, conocer, sentir. Además, tenemos conciencia de que lo que esperamos encontrar nos llegará en un lenguaje atractivo.  

El camino que transitamos, el del lenguaje, nos seduce o nos interpela. No importa si los mundos que recorremos en las páginas de los libros son reales o imaginarios. Esos mundos creados por la literatura, sean esperanzadores o sórdidos, cálidos o fríos,  pueden ser realmente sorprendentes e impactantes.  

A menudo el excursionista camina por parajes que desconoce totalmente. Sin embargo, lo más habitual es que no haya decidido hacer ese recorrido por pura casualidad, sino porque algo le ha llevado a visitar determinados lugares: tenía noticias previas o alguna expectativa alentadora sobre ellos. .

Algo así ocurre con la lectura. Normalmente se tiene algún motivo, a veces muy inconcreto, incluso inconsciente, para darse a la lectura. Casi siempre se tiene algún atisbo de lo que se va a leer. Hasta tal punto esos atisbos son tan certeros que Pierre Bayard ha podido escribir un libro titulado Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama 2013). Cuando supe de él, me pareció una broma, pero después de leerlo pensé que debía tomármelo en serio. Lo que explica es muy razonable.

La superficie de papel impreso con signos tipográficos y dispuesta ordenadamente por páginas cosidas formando libros es inmensa. Antes de que existieran los libros, los escritos más antiguos hibernaron en papiros y pergaminos. El campo que tenemos a disposición es inmenso. Si nos detenemos en algunos de esos textos, es por algo: teníamos noticia de lo que contenían, alguien de confianza nos había encarecido su interés o el diálogo interior que manteníamos en ese momento nos había predispuesto a leerlos.

La misma hechura del libro es un cebo que incentiva la curiosidad: la calidad de la edición, la cubierta, el título, los textos de la contracubierta, la bella tipografía convenientemente espaciada que hace reposar la vista... Lo que se ve expuesto sobre las mesas de las librerías realmente llama la atención. Hay allí verdaderas obras de arte. Sin abrirlos siquiera, todo son motivaciones que avivan nuestra curiosidad y nos impulsan a abrir los libros..

El ansia de conocer la hemos satisfechos los humanos a través de los maestros, pero a estos no los tenemos a disposición. Muchos ya murieron y con otros no tenemos contacto porque están lejos o no son accesibles. La forma más fácil de acceder a sus pensamientos es a través de sus escritos que alivian nuestra ignorancia, nuestra incertidumbre y nuestra soledad. «La invención literaria es alteridad, y por eso alivia la soledad», escribía Harold Bloom.

Leemos porque leer permite cualquier indagación en muchas direcciones.  En primer lugar, facilita la búsqueda interior, tal vez la más difícil. Sin guías y sin mapas previos, cualquier espeleólogo que entrara por primera vez en una cueva recorrería el mismo tramo de galería subterránea ya recorrido por quien entró antes que él. En cambio, los que entran pertrechados con mapas elaborados por quienes ya estuvieron allí pueden llegar más al fondo. Quien sigue en las páginas de un libro indagaciones que otros intentaron antes  camina sobre una senda ya trazada. La recorrerá más rápido, con más seguridad y llegará más lejos.

El mundo es inabarcable para una sola persona en el breve espacio temporal de una vida. A través de los escritos podemos acceder a muchos conocimientos sin necesidad de averiguarlos directamente.

Pero es más, ni la descripción física de la tierra que pisamos, ni lo que se nos escapa a la percepción directa, ni las ficciones, que también forman parte de nuestro propio mundo, sabríamos expresarlos en un lenguaje adecuado si no leyéramos. Pues bien, leemos para dotarnos de todo ese acervo de lenguaje que precisamos para describir, entender y ensanchar el mundo en que vivimos. Yo nunca había oído ni leído la palabra piroclástico hasta que comenzó la actividad volcánica en Cumbre Vieja de La Palma. Hasta ese momento no disponía en mi vocabulario de una palabra para designar las rocas incandescentes que saltan por los aires con la explosión de un volcán. Ahora la tengo. Necesitamos continuamente adquirir palabras que expresen los nuevos fenómenos que van acaeciendo ante nuestros ojos o en el interior de nosotros mismos.

Somos el relato que nos hacemos de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo. Leemos para disponer de un relato rico que dé cuenta de todo lo que somos, lo que vivimos y lo que soñamos. Sí, la ficción, producto de la imaginación, también es parte del mundo en que vivimos. Este no se solo la naturaleza sino también lo recreado con lenguaje, todo eso tan amplio que llamamos cultura. Pues bien, a buena parte de ella solo accedemos a través de los libros. Por eso leemos, para no vivir desterrados de nuestro propio mundo, el “mundo real” y el ficcionado.

En nuestra sociedad quienes están más abajo en la escala social son los que suelen tener menos trato con las letras. Y no por decisión propia ni por falta de inteligencia. No han consiguido captar la utilidad de la lectura y la belleza que pueden encontrar en los libros, porque sus condiciones de vida son tan precarias que para ellos leer es un lujo inútil. Para quien tiene que luchar por la supervivencia leer es una pérdida de tiempo,.

Los que están arriba en la escala social suelen leer más, porque han accedido a niveles más elevados de conocimiento y así han desarrollado una sensibilidad que les permite disfrutar de la belleza de una obra o vivir las emociones que el arte provoca.

 No obstante, el tener una buena educación previa no siempre lleva a leer. Si se observan y analizan algunos indicadores, parece que el futuro de la lectura es incierto. Muchos de los que acceden a cotas altas de influencia y de poder no son precisamente los que más tiempo dedican a los libros.

A pesar de que leer es probablemente la actividad que más transforma y beneficia a quien lo hace, el debilitamiento de los valores humanísticos ha quitado importancia a la lectura. No parece tan necesaria para aspirar a un lugar relevante en la sociedad. Otros caminos aparecen como más exitosos. Los letraheridos más bien son vistos como gentes exóticas, aunque, como la práctica de su afición es voluntaria, no sufren el estigma de la marginación o, en todo caso, es una marginación que conlleva cierto prestigio.

También se lee, o se dice que se lee, por prestigio social. Leer todavía mola. Muchos valoran la lectura aunque no la practiquen. De aquí el escepticismo que suele despertar el resultado de ciertas encuestas. Los índices de lectura que estas revelan no parecen corresponderse con la práctica real. Es un hecho constatable, por ejemplo, que el número de personas que van leyendo un libro en el transporte público ha disminuido. Lo que la gente lleva ahora en las manos es un móvil, no un libro, ni siquiera un libro electrónico.

Para ser justos hay que reconocer que la pulsión que lleva a muchas personas a leer no es tanto la pasión por conocer, por perfeccionar su capacidad de argumentar, sino la del consumo. Leen lo que aparece como novedad o lo escrito por un famoso, responda o no a las preguntas que se hacen sobre su propia vida o sobre el devenir de la sociedad en la que están inmersas.

¿Qué panorama se prevé en el futuro próximo? No es optimista, si se observa el comportamiento de adolescentes y jóvenes quienes en lugar de leer prefieren salir, ver vídeos o escuchar música. En sus conversaciones, no es un tema frecuente el comentario sobre lo que están leyendo. Esa actividad se la considera totalmente privada.

Por otra parte, incluso los alumnos que sacan buenas notas afirman que no leen. Piensan que el leer tiene poco que ver con el éxito profesional que persiguen.

No hace falta dotes sobresalientes ni una vocación especial para ser lector. Todos podemos serlo. Y lo somos en algún grado por exigencias del trabajo, por curiosidad o por diversión. Pero aficionarse a la lectura suele ser resultado de un largo proceso que muchos abandonan.   

En resumen, no hay una razón primordial por la que leen los que leen. Unos lo hacen por placer, por estar al día, por el interés de adquirir más conocimientos. Otros leen por el goce estético que proporciona una buena historia bien contada en la que pueden encontrar lo insólito, la emoción y la ternura de que no disfrutan en la vida en el grado que desearían.  

La lectura es una conversación continuada con personas, a menudo muy lúcidas, que dejaron por escrito esos pensamientos. A través de la letra impresa los tenemos a nuestro alcance. En la lectura se encuentra la compañía que alivia la soledad, porque la amistad es vulnerable, puede debilitarse por la distancia o el tiempo, pero un libro amigo siempre está al alcance.

Gustavo Martín Garzo escribía en El País: «Tal vez es la paradoja de las bellas historias, que cuanto más maravillosas y locas son más discretos y razonables vuelven a quienes las escuchan o las leen. Esta alianza entre fantasía y razón es la que da al Quijote su encanto imperecedero.»