Mikita Brottman en Contra
la lectura (Blackie Books) enumera motivos que inducen a algunas personas a
leer: “el placer, el conocimiento, la obligación, la necesidad, la pereza y
–tal vez más a menudo de lo que pensamos- la lectura sin motivo”.
si a mí me hubieran hecho esa pregunta, por qué leo, hubiera
contestado algo parecido. Con una ligera discrepancia. Discrepancia solo de
matiz. Para mí el placer no es un motivo más, sino que penetra todos los demás.
Incluso la lectura por obligación o necesidad se va reduciendo al mínimo si no
va acompañada de cierto placer, porque, ante cualquier obligación, uno tiende a
escaquearse.
No me refiero a un placer que asocie necesariamente a diversión,
pero sí al interés. Cuando uno hace lo que le interesa, aunque le sea
laborioso, ese hacer produce cierto placer,
cierta satisfacción. Lo que quiero decir lo entiende fácilmente un niño si se
traslada a otro terreno. El deportista que se machaca en los entrenamientos no
persistiría en su empeño si no experimentara un cierto placer, aunque sea un
placer diferido. Los niños protestan de que les pongan deberes escolares pero
no dejan de ir a entrenarse en el deporte que han elegido y soportan las riñas
del entrenador sin chistar.
La pedagogía de la lectura ha de estar ligada no a hacer
comprender que leer es placentero sino a ayudar a experimentar placer en las
lecturas. Todas las experiencias que liguen la lectura con algún tipo de
satisfacción serán un buen camino que crear lectores.
Me referiré aquí a una: el coleccionismo. La afición a
coleccionar la tienen muchos en algún momento de la infancia o adolescencia. Animar
a un niño a coleccionar libros de un tema que le apasiona es el mejor camino
para que los vaya abriendo por iniciativa propia. Después, es más fácil que
salte de uno a otro y que esa experiencia le resulte excitante.
Haber experimentado alguna vez que leer proporciona placer deja
al niño a las puertas de ser lector porque ¿quién no se presta a repetir
aquello que le gusta?
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