Los
que leen no se preguntan por qué y para qué lo hacen. Tampoco al que come se le
ocurre pensar cada día para qué come. Lo da por sabido. Le gusta comer y tiene
constancia de que le es provechoso.
¿Hacerse esa pregunta no revela
cierta inseguridad o al menos cierto desconcierto? Tal vez sí. No es tan
evidente la respuesta a la pregunta por qué o para qué leemos. Roland Barthes hacía
notar en El susurro del lenguaje (Paidós
2012) que, al hablar sobre la lectura, nos referimos a prácticas muy dispersas
sobre las que expresamos «un destello de ideas, de temores, de deseos, de
goces, de opresiones». Pero leer no es un capricho cualquiera, sino un
ejercicio fundamental que acompaña la vida, y que ayuda a descubrirla, a
disfrutarla y a sacarle más partido.
Leer nace del deseo de
descubrir a otros, de la curiosidad. En muchas personas esta es demasiado
grande para que la puedan saciar con lo que oyen de viva voz a personas
cercanas o con lo que ven con sus propios ojos. Los libros contienen lo que han
visto antes que nosotros muchas personas
que han abierto amplios ventanales desde los que han oteado mundos diferentes,
muchos de ellos insólitos. Estos serían invisibles para la mayoría de los
humanos, si no hubiéramos podido mirar por esas ventanas. Nos asomamos a ellas
porque deseamos aprender, conocer, sentir. Además, tenemos conciencia de que lo
que esperamos encontrar nos llegará en un lenguaje atractivo.
El camino que transitamos, el del
lenguaje, nos seduce o nos interpela. No importa si los mundos que recorremos en
las páginas de los libros son reales o imaginarios. Esos mundos creados por la
literatura, sean esperanzadores o sórdidos, cálidos o fríos, pueden ser realmente sorprendentes e
impactantes.
A menudo el excursionista camina
por parajes que desconoce totalmente. Sin embargo, lo más habitual es que no
haya decidido hacer ese recorrido por pura casualidad, sino porque algo le ha
llevado a visitar determinados lugares: tenía noticias previas o alguna
expectativa alentadora sobre ellos. .
Algo así ocurre con la
lectura. Normalmente se tiene algún motivo, a veces muy inconcreto, incluso
inconsciente, para darse a la lectura. Casi siempre se tiene algún atisbo de lo
que se va a leer. Hasta tal punto esos atisbos son tan certeros que Pierre
Bayard ha podido escribir un libro titulado Cómo
hablar de los libros que no se han leído (Anagrama 2013). Cuando supe de
él, me pareció una broma, pero después de leerlo pensé que debía tomármelo en
serio. Lo que explica es muy razonable.
La superficie de papel impreso
con signos tipográficos y dispuesta ordenadamente por páginas cosidas formando
libros es inmensa. Antes de que existieran los libros, los escritos más
antiguos hibernaron en papiros y pergaminos. El campo que tenemos a disposición
es inmenso. Si nos detenemos en algunos de esos textos, es por algo: teníamos noticia
de lo que contenían, alguien de confianza nos había encarecido su interés o el
diálogo interior que manteníamos en ese momento nos había predispuesto a leerlos.
La misma hechura del libro es
un cebo que incentiva la curiosidad: la calidad de la edición, la cubierta, el
título, los textos de la contracubierta, la bella tipografía convenientemente espaciada
que hace reposar la vista... Lo que se ve expuesto sobre las mesas de las librerías
realmente llama la atención. Hay allí verdaderas obras de arte. Sin abrirlos
siquiera, todo son motivaciones que avivan nuestra curiosidad y nos impulsan a
abrir los libros..
El ansia de conocer la hemos
satisfechos los humanos a través de los maestros, pero a estos no los tenemos a
disposición. Muchos ya murieron y con otros no tenemos contacto porque están
lejos o no son accesibles. La forma más fácil de acceder a sus pensamientos es a
través de sus escritos que alivian nuestra ignorancia, nuestra incertidumbre y
nuestra soledad. «La invención literaria es alteridad, y por eso alivia la
soledad», escribía Harold Bloom.
Leemos porque leer permite cualquier
indagación en muchas direcciones. En
primer lugar, facilita la búsqueda interior, tal vez la más difícil. Sin guías
y sin mapas previos, cualquier espeleólogo que entrara por primera vez en una
cueva recorrería el mismo tramo de galería subterránea ya recorrido por quien
entró antes que él. En cambio, los que entran pertrechados con mapas elaborados
por quienes ya estuvieron allí pueden llegar más al fondo. Quien sigue en las
páginas de un libro indagaciones que otros intentaron antes camina sobre una senda ya trazada. La
recorrerá más rápido, con más seguridad y llegará más lejos.
El mundo es inabarcable para
una sola persona en el breve espacio temporal de una vida. A través de los
escritos podemos acceder a muchos conocimientos sin necesidad de averiguarlos
directamente.
Pero es más, ni la descripción
física de la tierra que pisamos, ni lo que se nos escapa a la percepción
directa, ni las ficciones, que también forman parte de nuestro propio mundo, sabríamos
expresarlos en un lenguaje adecuado si no leyéramos. Pues bien, leemos para
dotarnos de todo ese acervo de lenguaje que precisamos para describir, entender
y ensanchar el mundo en que vivimos. Yo nunca había oído ni leído la palabra
piroclástico hasta que comenzó la actividad volcánica en Cumbre Vieja de La
Palma. Hasta ese momento no disponía en mi vocabulario de una palabra para designar
las rocas incandescentes que saltan por los aires con la explosión de un
volcán. Ahora la tengo. Necesitamos continuamente adquirir palabras que
expresen los nuevos fenómenos que van acaeciendo ante nuestros ojos o en el
interior de nosotros mismos.
Somos el relato que nos
hacemos de nosotros mismos y de nuestro lugar en el mundo. Leemos para disponer
de un relato rico que dé cuenta de todo lo que somos, lo que vivimos y lo que
soñamos. Sí, la ficción, producto de la imaginación, también es parte del mundo
en que vivimos. Este no se solo la naturaleza sino también lo recreado con
lenguaje, todo eso tan amplio que llamamos cultura. Pues bien, a buena parte de
ella solo accedemos a través de los libros. Por eso leemos, para no vivir desterrados
de nuestro propio mundo, el “mundo real” y el ficcionado.
En nuestra sociedad quienes
están más abajo en la escala social son los que suelen tener menos trato con
las letras. Y no por decisión propia ni por falta de inteligencia. No han consiguido
captar la utilidad de la lectura y la belleza que pueden encontrar en los
libros, porque sus condiciones de vida son tan precarias que para ellos leer es
un lujo inútil. Para quien tiene que luchar por la supervivencia leer es una
pérdida de tiempo,.
Los que están arriba en la
escala social suelen leer más, porque han accedido a niveles más elevados de conocimiento
y así han desarrollado una sensibilidad que les permite disfrutar de la belleza
de una obra o vivir las emociones que el arte provoca.
No obstante, el tener una buena educación
previa no siempre lleva a leer. Si se observan y analizan algunos indicadores, parece
que el futuro de la lectura es incierto. Muchos de los que acceden a cotas
altas de influencia y de poder no son precisamente los que más tiempo dedican a
los libros.
A pesar de que leer es probablemente
la actividad que más transforma y beneficia a quien lo hace, el debilitamiento
de los valores humanísticos ha quitado importancia a la lectura. No parece tan necesaria
para aspirar a un lugar relevante en la sociedad. Otros caminos aparecen como
más exitosos. Los letraheridos más bien son vistos como gentes exóticas,
aunque, como la práctica de su afición es voluntaria, no sufren el estigma de
la marginación o, en todo caso, es una marginación que conlleva cierto prestigio.
También se lee, o se dice que
se lee, por prestigio social. Leer todavía mola. Muchos valoran la lectura
aunque no la practiquen. De aquí el escepticismo que suele despertar el resultado
de ciertas encuestas. Los índices de lectura que estas revelan no parecen
corresponderse con la práctica real. Es un hecho constatable, por ejemplo, que
el número de personas que van leyendo un libro en el transporte público ha
disminuido. Lo que la gente lleva ahora en las manos es un móvil, no un libro,
ni siquiera un libro electrónico.
Para ser justos hay que
reconocer que la pulsión que lleva a muchas personas a leer no es tanto la
pasión por conocer, por perfeccionar su capacidad de argumentar, sino la del
consumo. Leen lo que aparece como novedad o lo escrito por un famoso, responda
o no a las preguntas que se hacen sobre su propia vida o sobre el devenir de la
sociedad en la que están inmersas.
¿Qué panorama se prevé en el
futuro próximo? No es optimista, si se observa el comportamiento de adolescentes
y jóvenes quienes en lugar de leer prefieren salir, ver vídeos o escuchar
música. En sus conversaciones, no es un tema frecuente el comentario sobre lo
que están leyendo. Esa actividad se la considera totalmente privada.
Por otra parte, incluso los alumnos
que sacan buenas notas afirman que no leen. Piensan que el leer tiene poco que
ver con el éxito profesional que persiguen.
No hace falta dotes
sobresalientes ni una vocación especial para ser lector. Todos podemos serlo. Y
lo somos en algún grado por exigencias del trabajo, por curiosidad o por
diversión. Pero aficionarse a la lectura suele ser resultado de un largo proceso
que muchos abandonan.
En resumen, no hay una razón
primordial por la que leen los que leen. Unos lo hacen por placer, por estar al
día, por el interés de adquirir más conocimientos. Otros leen por el goce estético
que proporciona una buena historia bien contada en la que pueden encontrar lo
insólito, la emoción y la ternura de que no disfrutan en la vida en el grado
que desearían.
La lectura es una conversación
continuada con personas, a menudo muy lúcidas, que dejaron por escrito esos
pensamientos. A través de la letra impresa los tenemos a nuestro alcance. En la
lectura se encuentra la compañía que alivia la soledad, porque la amistad es
vulnerable, puede debilitarse por la distancia o el tiempo, pero un libro amigo
siempre está al alcance.
Gustavo Martín Garzo escribía
en El País: «Tal vez es la paradoja
de las bellas historias, que cuanto más maravillosas y locas son más discretos
y razonables vuelven a quienes las escuchan o las leen. Esta alianza entre
fantasía y razón es la que da al Quijote su encanto imperecedero.»